
Juana solía quedarse ensimismada viendo cocer el contenido de esa enorme olla. Su padre se afanaba en remover una y otra vez la mezcla con una especie de movimiento hipnótico, y siempre, pero siempre, justo antes de retirar la salsa del fuego, repetía el mismo patrón.
Primero agarraba el cazo para coger parte del guiso. Después dejaba caer el contenido en la olla para percibir color, aroma y textura. Por último, se giraba buscando a Juana y decía orgulloso: «¡Hoy ha quedado mejor que nunca! ¿Te apetece probarla?».
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